miércoles, 30 de julio de 2008

Ella, la 3011

Ahí lo tenemos un bote a la deriva, con un marinero. No, no. Ahí lo tenemos, un marinero a la deriva en un bote, su bote.

Allá arriba un millón de estrellas y el universo.

Entre aquí y allá la Luna y su reflejo, narcisista donde los haya. Ambos.

Y oculta, escondida en la negrura iluminada por astros nocturnos Ella. Esa estrella que parpadea con picardía, la que le guiña el ojo atrevidamente y luego se esconde. La que el marinero desesperado busca y no encuentra, la que encuentra sin buscar, la que quiere atrapar en su red, la estrella 3011, la única y verdadera, pura, escurridiza, misteriosa. La que le imnotiza, responsable de sus noches de insomnio y su malnutrición.

Por Ella, luchó contra viento y marea y por fin robó la luz del Sol que guarda ahora en una lata de sardinas (su última comida, hace cien años y tres días, cuando partió en su busca) Su objetivo, ese faro parpadeante en un universo remoto. Inalcanzable tal vez.

Una noche de verano salió a pescar algo, algo así como un reflejo de Luna. No tuvo éxito. Quiso luego hacerse con un millón de estrellas, pero la 3011 se le resistió. Entonces la vio por vez primera. Pidió ayuda a la brisa, pero ésta se limitó a silbarle en el oído y coquetear con él. Fue cuando comenzó a perder el norte, y el sur, también el este y el oeste. Era el momento perfecto para consultar su brújula. Fue ésta quien le dio la idea. Señaló hacia arriba. Allá arriba. Si no conseguía atraerla a sus redes, si a partir de la 3010 las estrellas se le resistían, tenía que subir. Tenía que acariciar el cielo con las manos, seducirla poco a poco. Necesitaba un suculento cebo. Podía incluso ofrecerle una rayo de luz, el más potente, y convertirla así en la más brillante de las estrellas. Aunque pensándolo bien, él no quería eso, quería seguir jugando al escondite, no quería que destacara, no quería maquillarla, Ella era bella por su coqueteo, sus guiños, su aura misteriosa, sobre todo por eso, su misterio

El pobre hombre, pobre no por falta de riqueza (poseía ya 3010 estrellas), si no por anemia de sueños cumplidos, lo intentó. Negoció con las olas más poderosas y luego con el viento huracanado para ganar en altura, incluso con los maremotos. Éstos le hablaron de un amigo japonés, él podría ayudarle, pero fue en vano. Su bote construido con resistentes latas de refresco y dirigido por remos de cartón no era lo suficientemente aerodinámico como para alzar el vuelo. Necesitaba una fuerza más brutal.

Preguntó pues a la noche, esa musa elegante que de vez en cuando se paseaba entre las estrellas y el mar intentando seducirlo con su traje de gala. Pero sólo consiguió un ataque de celos que lo ocultó en la niebla durante tres años y diez meses. Cuando la noche reaparació con su elegancia habitual, menos enojada ya, le sugirió que acudiera a la oscuridad. Y así lo hizo. El poder de esta última era mayor y por eso quiso recompensar al marinero. Le ofreció su estrella. La tendría, Ella, sería suya, por fin, y todo por una lata de sardinas. Era el precio que debería de pagar el marinero a una oscuridad ya cansada de tanto trabajar. Y él lo hizo, pos supuesto, cogió su lata de sardinas y se la dio sin rechistar porque la tendría, por fin sería suya, la centelleante inimitable ladrona de su amor al mar.

Así es como desde entonces, si miramos al firmamento en las noches de verano, tras la bruma densa, divisamos siempre bajo una estrella incesantemente parpadeante un marinero ciego, a la deriva, en un bote sin más rumbo que el que dirige la estrella que se refleja en sus ojos. Ella.

1 comentario:

Antonio A. dijo...

Forma:
Me gusta la antítesis: "busca y no encuentra, la que encuentra sin buscar"
Corrección:
"Era el precio que debería pagar"
"Y él lo hizo, por supuesto,..."
"...y se la dio sin rechistar porque la tenía, por..."
Estilo:
Me recuerda a Bécquer. Amores imposibles, inalcanzables, llenos de misterio. Persiguiendo siempre el ideal, el amor perfecto.
Antonio A.