lunes, 29 de septiembre de 2008

Esa boca...

No puedo hacerlo. Tiene una boca enorme. No se ve nada ahí dentro. No puedo ver nada más allá de lo que su gigantesca boca me permite después de engullir parte de mí. Me da pánico siquiera acercar mi mano porque cada vez que lo hago me entrego casi totalmente a él. Siempre espera, quieto, impasible, con una serenidad que asusta en esa esquina entre dos calles que se cruzan. Es una locura aproximarse, casi un suicidio entre tanto coche, tráfico, ruido, caos, humo… y el semáforo, siempre ahí, tentador por ese rojo intenso que me invita a no cruzar la frontera entre seguir como estoy o regalarle otro pedacito de mí. Otra porción de mi tarta a veces amarga, otras dulce, las menos claro. Pero me entrego, me dejo seducir por su boca… su enorme boca de labios firmes, seguros de sí mismos, decididos… Decididos a saborear otra vez mi gusto a papel pintado con letras de una vida relatada envuelta por una manta protectora y con rumbo fijo. Siempre yo, con una dirección grabada en mi pecho, otra en mi espalda, simplemente yo, que me entrego a mi brújula de boca gigante. Pero es que es enorme, esa boca… tan profunda, tan honda… La puerta a la incertidumbre ¿y si no me acercase a ella? ¿y si permaneciera eternamente en mi manto de doble dirección? Siempre a medio camino entre aquí y allá…además, el semáforo está en rojo, hay mucho humo, mucho ruido y dos direcciones: una me lleva de cabeza a su boca y la otra me libra de regalarle un pedazo mi alma ¡mi alma es mía! El semáforo está en rojo y una alternativa me espera en esta misma acera. No puedo entregarme gratuitamente, prefiero que busque en otra dirección, la dirección al dorso, la que está al otro lado del semáforo en rojo, esperaré aquí mismo, no quiero que nadie saboree uno de mis bocados más dulces y menos esa boca giagante, esa boca de hierro, da miedo, me atemoriza…

En mi pecho: Paul Gordon Al dorso: R/ Al otro lado del semáforo

Wellington street 8

94563

London

sábado, 20 de septiembre de 2008

SsSs: Sounds and silence; silence and sounds

-¿Y bien?

- Quiero un café, el resto me da igual

-Bien

Silencio incómodo, como si el silencio pudiese acomodarse en un sofá de tercipelo granate. Silencio al fin y al cabo. Silencio y un perro estúpido, porque tampoco dice nada, es que es de peluche, no tiene nada que decir el pobre. Ahora es Álvaro quien habla y el Silencio se sienta en una silla de mimbre.

- ¿Algo más?

- Sí

- Te escucho

- Quiero palabras

Otra vez se ha levantado y se da una vuelta por la estancia. El Silencio, como de costumbre, se mueve con sigilo, claro, procura no molestar a nadie, pero siempre roza a alguien, esta vez ha sido a Álvaro, levemente pero lo suficiente. Se sienta ahora en el borde de la mesa, con actitud arrogante, todo bajo control. Álvaro mira fijamente a Laura.

- Palabras, siempre palabras. Estoy cansado.

- Lo sé

El Silencio se levanta repentinamente, el borde de la mesa es anguloso, es incómodo, mucho. Se interpone entre ambos, ahora es una muralla invisible. Pasan segundos, larguísimos y pesados, plomizos fragmentos de tiempo. El aire se ha vuelto tremendamente denso y el estómago se traga palabras indigeribles.

Otra vez con sigilo, deshace la muralla entre los dos y se aparta para coger una grata postura junto a Laura que comienza a hablar.

-Seré yo quien ponga en libertad las palabras que tanto cuesta pronunciar. Te quiero.

Y el silencio se deja caer en el sofá. Laura sobre él, Álvaro sobre Laura. Ya hay comodidad, silenciosa comodidad, satisfactorio cruce de palabras que se cruzan a continuación con besos y caricias y al margen, pero presente y al fin acomodado el sonido del silencio, los sonidos del silencio, “The sounds of Silence” en un tocadiscos.

jueves, 18 de septiembre de 2008

"n"

"Si a este número le llamamos “n”…nx4/7n-10= … oh por favor no me mires así. ¡Por favor, que me deje de mirar así! Nació cuaderno, ¿qué le voy a hacer yo? Nació criatura en blanco, cúmulo de historias por contar, la pureza del Big-bang …¿Y qué si he de usarlo para hacer matemáticas? Para llenarlo de números y operaciones sin sentido, sin motivo. Garabatos sin vida ni alma. No me mires así por favor, yo no elegí tu destino, no me mires así.
El número “n” venga, no es para tanto, “n” de nadie, “n” de nada. Nada, mira, cuaderno mío, lo contrario de todo. Como aquella niña de Nueva Delhi que apuntaba todo lo que veía en una libreta azul. Azul como el cielo que cubría los campos de trigo. Como el de la harina en la que se baña la luna todas las mañanas para estar blanca por la noche. La noche es tan oscura como los ojos del lobo. Y el lobo sonríe. Y la niña de Nueva Delhi lo apunta en su libreta azul.
Es cierto, sí, calla, los cuadernos están hechos para historias y versos. Para amor y poesía. Para llenarlos de historias. Para llenarlos desde el principio al final de desvaríos dementes, de esos de lo que se compone todo lo que es apuntado en una libreta azul. Para darles una vida, no una sucesión de números al azar. No para un cálculo que no servirá para alegrar a nadie ni para hacerle llorar de emoción. Unos números que no dicen nada. Ni aunque se llamen “n” porque son “n” de nada."
Pues nada.
Dejé de estudiar matemáticas.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

In Trastévere

Es el pintor de la piazza Navona. Ese chico anónimo, ese maestro del lápiz, aprendiz de la vida por viajes de mochila y café. En su mano tiene un don y en su mirada… en su mirada un bloc en blanco y un sueño: el dibujo perfecto, el rincón idílico de esquinas imposibles con hiedras cayendo por descascarilladas fachadas anaranjadas.

Sentado al pie de una fuente con estatuas barrocas que admiran su obra, él conduce su atenta mirada a esa callejuela encantadora y ve algo más. Son las notas que escapan de la melodía de un acordeón blanca, blanca y en la prejubilación, amarillenta. Tras ella, una mujer cincuentona vestida de negro le sonríe y le invita a gozar de una música encantada. Encantada porque es esa música, ese sonido avejentado y melodioso con sabor a poema el que le invita a dibujarla, su musa, la callejuela imposible. Poco a poco se adentra en ella. A la izquierda, una vespa verde oliva se deja caer sin mucha gracia sobre una farola que un día iluminó la Pizzería del maestro Don Giovanni. Al otro lado, una niña que mira pasmada a la acordeonista, deja que medio gelato de chocolate puro se deslice sobre sus inocentes manos de algodón y sin retirar la mirada del instrumento hipnotizador lame con pasión su preciado postre. Pero el joven pintor busca algo más y persigue por la callejuela ese poema con sabor a capuccino. Teclas, botones, café, leche y chocolate; un gelato y una melodía, una mujer encantadora de niñas, artistas y rincones.

Persigue las notas que trepan por la hiedra de la fachada desgastada. Está llegando, ya casi lo tiene. En el bloc en blanco ya hay ventanas de madera semi abiertas con rejillas por donde la música se cuela y vuelve a salir. La dulce canción parece alcanzar un punto álgido. La mano del pintor corre desesperada por huecos en blanco, por un amasijo de hojas de enredaderas y de ahí sigué adelante, avanti, siempre avanti en una callejuela del Trastévere. Está cerca del final de la calle, perdido entre rincones de generosa inspiración, pero no absoluta, porque eso aún está por llegar. Y llega, casi al final de la melodía, con el fuelle del acordeón apunto de alcanzar su máxima abertura, allí está. De nuevo ella. Entre sábanas de blanco impoluto reluciendo bajo el Sol de la ciudad eterna. Una mujer que envuelve sus cabellos en paneles de tela blancos, eternos, que cuelgan de un lado al otro de la laberíntica callejuela. Bella ragazza con enormes gafas de Sol cubriéndole gran parte del rostro y una mirada imposible de captar en la blancura de sus ropajes. Una mano, desesperada, armada de un lápiz mordisqueado y sin embargo al borde de la rendición, intenta atraparla en la exasperante blancura de un papel garabateado.

De pronto, la música cesa, las notas se escabullen entre las rejas de las alcantarillas y con una suave ventisca el misterio de unos ojos inexistentes, envuelto en su traje impecable desaparece. Su mirada, oculta bajo sus gafas, es absorbida por un haz de luz y el color sin color de unas sábanas del Trastévere. El color sin color de un papel que, en blanco, deja de ser garabateado en busca del rincón de la perfección, a la espera de nuevo de la inspiración que le dan las notas de una acordeonista encantadora de artistas y niñas que comen gelatos de chocolate.


martes, 16 de septiembre de 2008

-Domingo por la mañana-


Domingo por la mañana en la parada del bus. Todas las señoras impacientes, emperifolladas y embutidas en coloridos sombreros aguardan para sorprender en la misa del padre Jonson.

Se suben al bus aparatosa y ruidosamente y recorren la cabina antes de coger asiento desfilando como en una pasarela. Entonces entra ella. Desapercibida y bajita. Da los buenos días al conductor introduce la mano en su desgastado bolso y rebusca el importe exacto en moneditas para pagarle y se siente enfrente mío. Es tan bajita que no alcanza el suelo y sus pies cuelgan de sus sandalias. Me mira y me lanza una sonrisa de cómplice. Pelo revuelto y grisáceo arremolinado en un moño con una orquilla desgastada de color amarillo. Deja el bastón sobre su falda blanca. No lo necesita. Está llena de vida y se le nota pero, aún así lo lleva como complemento imprescindible para alguien de su edad y para que en el caso de que todos los asientos estén ocupados le dejen uno.

Siguen subiendo feligresas cada cual más llamativa y rocambolesca que la anterior. Ella lo observa con gracia jugueteando con las cejas Las repasa a cada una de ellas con la mirada y esos ojos negros con centro blanco. Esos ojos traviesos llenos de vida.
Sonríe y se le marcan las múltiples arrugas y pecas de la cara. Los dientes blancos como teclas de piano.

Cuando todas las señoras han cogido asiento y empiezan a parlotear y a gritar para poder escuchar su voz sobre sus propios gritos, la anciana me vuelve a mirar divertida ante todo aquello.

Mete la mano en el bolsillo de su blusa azul oscuro descosida y llena de bolitas y saca dos caramelos de color beige. Se come uno y me lanza el otro a mí. Se lo agradezco con una tímida sonrisa.

Su lengua empieza a darle vueltas al caramelo ruidosamente. Sus ojos como extasiados lo observan todo y sus pies se balancean alegremente en la nada. A ambos lados tiene dos señoras hablando entre sí. Ella inclina la cabeza sobre su hombro mirando embobada la llamativa pamela roja de una de ellas. Vuelve a mirarme con una amplia sonrisa de oreja a oreja.

La siguiente parada bajan todas las señoras velozmente para coger el mejor sitio.
En cuestión de segundos el autobús se queda casi vacío exceptuando al conductor, a la anciana y a mí.

La iglesia donde van todas, es alta, inmensa, con enormes vidrieras y tan ostentosa que casi hace daño mirarla.

La anciana arquea las cejas irónica ante aquella Torre de Babel. El conductor dice por los altavoces el nombre de la siguiente parada y cierra las puertas. La anciana sigue mirándome divertida, con su sonrisa de blancos dientes que parece que brillan en su cara de color llena de pecas, su zarrapastroso moño y su animada mirada.

El autobús se para frente a una pequeña capilla de escasos 90 metros cuadrados. Muy simple: Cuatro paredes con tejado y una cruz blanca en lo alto. Parecidas a las capillas de carretera de L.A. pero con honestidad. En la entrada un gran cartel negro con letras color bronce y usadas en la que se lee: Saint María church.

La anciana levanta las cejas dirigiéndolas hacía la capilla. Salta de su asiento enérgicamente y sus sandalias casi no hacen ruido al tocar el suelo. Se agarra del bastón y empieza a dirigirse lentamente ayudada por el bastón hacia la salida. Baja el primer escalón y se me queda mirando. Me sonríe de nuevo y se dirige costosamente a la capilla apoyándose en el bastón.

Yo bajo la cabeza inclinándola hacia mis rodillas y agito la cabeza con sonrisa de cómplice.

De los altavoces suena mezclado con el sonido estático el nombre de la siguiente parada. Las puertas se cierran y empezamos a movernos. La anciana me mira a la entrada de la iglesia apoyada sobre su bastón, sonriendo. Cada vez se va haciendo más pequeña hasta que se acaba la calle y giramos en la esquina y su sonrisa desaparece en la capilla de Santa María.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Pétalos de rosa


“¿Qué menos que embalsamar los pétalos de la rosa muerta?”
Ida había desaparecido. Esfumado. Ido. Evaporado. Escapado. Ida, como siempre. Ida, para siempre. Sobre mi mesa, una nota:
“¿Qué menos que embalsamar los pétalos de la rosa muerta?”
Ida, ida. Maldito juego de palabras.
Sus ojos de hada, sus alas de gaviota en el corazón.
Se apareció ante mí, divina aparición, una noche de verano frenética. En el anochecer de mi vida, el mediodía de la suya, me dijo que creía no existir. Que no estaba segura. “¿Acaso fui?¿Acaso seré? Si existo, he de ser, pero ¿Qué soy?” “Eres una rosa” le decía yo.
Todos los días, todas las tardes, todas las noches, todos los mediodías “Eres una rosa, mi amor” Sonreía con sus ojos verdes de hada. ¡Qué hermosa era mi rosa!
“¿Y cuando marchitan las rosas?” preguntó un día, en su completa inocencia. Porque mi Ida era muy inocente, mi Ida era muy pura. “Nunca, quítate eso de la cabeza, vida, nunca”
“Oh” reflexionó un instante “Pero las rosas son efímeras” “¿Quién te ha dicho eso? Miente. Las rosas siempre viven para los que las amamos” Pero no conseguía convencerla. “Las rosas son efímeras” repetía. Y se encerraba entre sus pétalos de rojo terciopelo, escondía sus ojos verdes y callaba.
Un día dijo: “Si cortas una rosa, no durará más de una semana fresca. Si cortas una rosa está condenada a morir” “¿Ajá?” Yo escribía poemas, absorto en una vieja Olivetti azul. “Si cortas una rosa, no durará más de una semana fresca. Si cortas una rosa está condenada a morir” Decidí parar. “Tranquila, amor, a ti nadie te cortará” “¿No lo entiendes? Yo ya estoy cortada. ¿Acaso tengo raíces?¿Acaso tengo savia?” Me miró a los ojos. “Qué crueldad, haberme creado rosa y haberme condenado a morir. “
“¿Qué menos que embalsamar los pétalos de la rosa muerta?”
Ay mi Ida, ¿Dónde estás? ¿Qué has hecho? ¿Exististe de verdad? Ay mi Ida ¿dónde estás?
La olvidé. No fue sino una ilusión. Un último regalo de mi mente agonizante. La vida se me escapa y no me salen las palabras. Hay que ver que fantasías, una mujer que se creía rosa. Ida. Hay que ver, Ida.
Ahora, ojeo los últimos tomos de lo que queda de una enciclopedia...G…H…I..Id…Ida. De la enciclopedia salen volando pétalos de rosa, explotan pétalos de rosa roja aterciopelada. Cientos, miles, pétalos rojos puestos a secar.
Y huelen a rosa roja. Huelen a Ida. Huelen a lo que fue la vida.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Lluvia

Lluvia. ¿No la sientes? Lluvia…lluvia...llu...

La elle, suave,
como una gota,
cae
llu,
sobre un charco,
llu,
sobre los ojos de cristal,
ojos azules como el cristal.
Llu.
Cristal en las ventanas,
En esas ventanas mojadas,
mojadas de lluvia que cae,
cae, explota, salta y grita,
efusiva, hilarante, emotiva,
llorosa, triunfante.
Llu.
Suave.
Llu.
Cae
Suave

Lluvia. Cierra los ojos. ¿No la sientes?

martes, 9 de septiembre de 2008

Faroles/as

¿Dónde quedó el farolero que iluminaba las farolas de Barcelona? Esas farolas modernistas y sus faroles, claro. Sus enrevesadas columnas de hierro forjado con formas imposibles, pero pictóricas. Quiero tomar un café con ese farolero y conocerlo. Nick ya lo ha hecho. Él y su mochila se han sentado en un café del barrio gótico de Barcelona y su sombrero, con él, inclinado hacia atrás sobre su pelo rubio, rizado y desenmarañado, enrevesado como las farolas. Está hipnotizado mirando la farola, no no, es una farol, con ese traje indescifrable que lo sostiene a la pared, indescifrable, pero elegante. Le saco una foto al farol, porque Nick me ha llevado hasta él y de ahí a las farolas, las que invitan a pasear por la ciudad condal. ¡Eso si que es iluminación! ¿No era París la ciudad de las luces? Nick piensa en la Ilustración, y en el modernismo. A él le gustaría tomar un café con Gaudí, pero le pilla lejos, en el tiempo claro, porque ahora mismo está muy cerca de él, a escasos veinte minutos de la casa Batlló. Mira el farol y escribe en su cuaderno que le gustaría tomar un café con el farolero de principios de siglo, el que está lejos en el tiempo,pero cerca,es él quien ilumina las farolas de su historia en la que él toma un café con Gaudí. Yo, comparto el mismo sentimiento y lo anoto en mi libreta, mañana a las 5 de la tarde café con Gaudí en la plaza Trepi. Nick me ha visto sacar la foto y anotar luego en mi libreta. Las farolas no son de Gaudí, anota: mañana a las cinco cita con la fotógrafa en la plaza Trepi.

El chico del sombrero dio un sorbo al café. Volvió a mirar la farola, no no, el farol, y se echó aún más atrás el sombrero. Luego anotó algo en su libreta y corrió a la plaza Trepi dejando su mochila en el café.

Ella, plasmó en una fotografía todo el sentimiento que puede llegar a transmitir el hierro de una farola, no no, el de un farol. Yo desde mi ventana, la vi, vi como se confundía con su luz y de pronto desaparecía. Corrí.

De pronto me encuentro en la plaza Trepi bajo la luz de una farola, no no, de un farol. Giro y detrás de mí hay un hombre, con sombrero a lo Frank Sinatra. Me comenta que ha quedado para tomar un café con Gaudí, se pregunta si me apetece acompañarles. Me gusta el café y me gusta Gaudí. Me encantan las farolas de Barcelona.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Un zapato en la vía

Hay un zapato, una sandalia, muerta, entre dos vías de tren. Una. Sólo una. Muerta. Entre dos vías, entre dos vidas. Dos vidas que se cruzaron en dos direcciones. Una quería la Luna, la otra, se conformaba con el mar. Dos trenes que se besaron una noche de verano. Trenes que bordean el rostro de un reflejo de Luna.

Hay una sandalia en el mar, al otro lado de las vía. Sólo una. Una sandalia viva que respira rayos de Luna y que todas las noches hace el amor con ella, con ella y con el mar. Es la sandalia que un día se enamoró de un beso, de un beso de dos trenes con caminos opuestos, paralelamente opuestos.

Y las comas, pipas de girasoles

El andar de caminos andados. Un mapa trazado aún por recorrer. Un trazo de bolígrafo invisible y soñador es mi guía por carreteras uniformes, frías autopistas con desviaciones programdas. A ambos lados, los campos de girasoles. Al frente, esa estrella amarilla que a mi lado pinta girasoles puntillistas. Ese astro inalcanzable para el que no hay camino. Llegaré pronto ya.

Entre los girasoles y mi soledad un quitamiedos imbatible fabricado con guardabarros de bicicletas de los que abandonaron su camino. Su camino recorrido por kilómetros repletos de pisadas pisoteadas, huellas remarcadas, reandadas.

Sólo son guardabarros de bicicletas, las guías del cateter que corre por mis venas de viajero sin rumbo, pero con viaje, con viaje trazado sin rumbo. Mi cateter me envía sin demora a mi destino pactado. ¿Pero qué pasa? Mi destino, mi otro destino, el soñado, el inalcanzable, se escabulle entre las nubes para hacerme la promesa de cada tarde. Se mofa de mi mirada y juega con ella para mostrame su rostro más dulce, sus pinceladas de naranjas rosados y amarillos anaranjados en algodones de azúcar que se alinean paralelos de cara al horizonte y me dan la espalda. Y cuando desaparecen, al fin, la tierra prometida, esa orgía de estrellas picaronas de mis negras noches azul marino en veranos gélidos. Gélidos por las guías de guardabarros, las guías que me impiden catar las pipas de mis girasoles puntillistas. Los pintaré el día que mis estrellas los iluminen. ¿Pero por qué no ahora?

Acelero, siento la velocidad en mi cabeza, el corazón se acelera al mismo tiempo. Giro. ¡Crash! Lo he hecho, he abrazado el quitamiedos. Ahora ya lo puedo ver, mi cielo de estrellas y girasoles. Y ahora sí, de nuevo la luz, pintora de girasoles, pero esta vez al otro lado, por fin al otro lado.

domingo, 7 de septiembre de 2008

África, a la de seis


La pistola tenía seis balas, ni una más ni una menos. Como cuando me levantaba a las seis de la mañana y llegaba a la cocina en seis pasos y me comía seis galletas, ni una más ni una menos, de un paquete de dieciocho. Tres veces seis. Seis. El número perfecto, el número armónico. El número del orden.
Y ese dolor otra vez…
¿Por qué?
Ese dolor palpitante que me prohíbe caer en el agujero negro de los sueños y me lleva una y otra vez…
¿Por qué?
Una y otra vez a aquella noche, a la lluvia, a sus labios que susurraban…
¿Por qué?
Susurraban dos palabras en el silencio incómodo de la noche, entre los truenos y rayos, dos palabras: ¿Por qué?
Conocí a África en un bar al azar entre otros tantos bares, en una barra igual que otras, una cerveza como otra cualquiera. En una ciudad nueva y clónica como todas las demás. Solo ella la hacía única. Ella. Y nadie más. Ella llenaba de negro y rojo las noches de tormenta, que en aquella ciudad eran todas. Tormentas de verano, de invierno, huracanes, ventiscas. Pero lluvia. Siempre lluvia y humedad y los mismos bares, la misma gente, la misma voz. Pero África. África y sus ojos profundos, su mirada mística. África y sus cabellos de azabache. África y sus labios de rojo de pasión. África salvaje. África indómita.
¿Por qué?
África tenía seis letras, como el nombre del bar, La Tira, o esas malditas dos palabras: “Por” y “qué”. 3 + 3. Seis. Ni una más ni una menos.
África tenía seis razones para acabar con todo: 1. Las cláusulas de un contrato mileurista le cortaban las alas de raíz. 2. En su piso casi no entraba luz. Era un primero y no tenía sitio desde el que mirar a las estrellas. Solo a los demás edificios grises. Una vida sin estrellas no merece la pena, repetía. 3. Le quería. 4. La engañaba. 5. Lo sabía. 6. Ella quería odiarle pero no podía.
África me había pedido seis veces que lo hiciera. Ni una más ni una menos.
Si hubiera sido una más, me lo hubiera tomado a rutina. Si hubiera sido una menos, a decisión poco acertada del momento. Pero fueron seis. Y de la misma forma que siete galletas por la mañana hubieran sido demasiadas y cinco demasiado pocas, tuve que hacerla caso. Tuve que apretar el gatillo.
Yo le había dicho que la quería. Seis veces. Que la amaba. Otras seis. Pero ella sonreía y me acariciaba, triste, la mejilla. Sus ojos estaban, entonces, lejos. Como su alma, como su corazón.
Por eso, una tarde de Junio, a las seis de la tarde, revisé las seis balas y me guardé la pistola.
Paseamos hasta el parque, me miró, la miré. Empezó a llover. La besé. África, a la de seis. Disparé el arma directa a su corazón ausente y de sus labios, rojos de sangre ahora, rojos de muerte, salieron seis cuchillas que se clavan en mi cabeza todas las noches. Seis letras.
¿Por qué? Oh Dios, África, cómo puedes haber sido tan cruel de preguntarme encima por qué.

martes, 2 de septiembre de 2008

Se me olvidó dormir

Se me olvidó dormir. No como se olvidan las llaves en un cajón, desde luego, ni tampoco como se olvida, siempre por interés, el olor de una carta. A mí se me olvidó dormir de forma que, por mucho que lo intentara, era incapaz de corresponder a Morfeo en el lecho. Como quien olvidase andar o respirar. Como quien olvidase amar, al fin y al cabo.
El caso es que, con Morfeo descorazonado y un gorro de dormir en el pelo, abandoné las sábanas, mi cuarto y mi casa.
Era una hora curiosa, esa en la que aun no han puesto las calles y una bruma negra inunda tal que un río en extrema calma el espacio entre edificios, esa bruma de los sueños rotos, de los sueños que caen y caen y caen por su propio peso. Sueños de plomo. Sueños revestidos de negro plúmbeo.
Ante mí circulan gondoleros oscuros. Las farolas derraman la luz sobre sus nucas y sombreros, ignorando sus rostros. No son sino borrones de tinta, se derriten bajo la luz y gotean una y otra vez sobre la bruma que, con calma, bebe de ellos y se engrandece. Inunda. Inunda los ojos, que ya no ven las islas que son los jardines, ni las barcas ni las torres de civilización acomodadamente creciente, con ese punto de esperanza con insomnio asomado a las ventanas.
Pero yo me puse mis gafas de buceo y encontré, flotando, un sofá negro y rojo que alguien habría tirado u olvidado, seguramente, tras ver las estrellas; esas mismas estrellas que flotaban sobre mi cabeza mientras las revisaban los de mantenimiento. Son bombillas pintadas de blanco, azul y amarillo, luces de navidad agrupadas como lo estarían las letras en la palabra “azul” o “sol”. Inseparables. Como un cuadro puntillista. Como ella y él. Unidos por cables invisibles pero indivisibles. Invisiblemente indivisibles.
Me senté en el sofá con cuidado, con las manos aún en el portal no fuese a ser que me cayera a la oscuridad y acabase en algún sitio donde no supieran de la existencia del café au lait.
Y emprendí mi viaje, chocando una y otra vez con alguna estrella más baja de lo establecido por e Sindicato de Mantenimiento Estelar (el famoso y revolucionario SME) y mirando con curiosidad le interminable escalera que parecía verse desde cualquier parte: la escalera al andamio eleva a los limpiadores del turno nocturno hasta los cráteres del disco lunar que, con un radio de 26 metros, reluce como la plata colgado de un hilo de pita.
Me crucé, a la entrada de la ciudad, con un curioso grupo de peones, máquinas como las de recortar las melenas de los jardines entre las manos y gorras verdes tapando los rostros.
-Se nos ha estropeado la máquina.-dijeron, inexpresivos.
De los aparatos caían adoquines, baldosas y cemento en pequeñas erupciones volcánicas y quedaban flotando en la nada, cachos de calle en el infinito. Comenté que debería ser divertido volar en una de esas, pero nadie respondió ni hizo ademán de vivir o existir al menos. Asique seguí mi camino y salí de la ciudad.
Y no volví.
En este mensaje en que mando en esta botella de agua que encontré flotando, pido, por favor, a quien la encuentre, que se despida de mis amistades, de mi musa y de mi mundo. Que les diga que estoy bien. Que aquí el tiempo no pasa. Que soy feliz viajando entre las estrellas en un sillón de cuero rojo y negro.
Pero también pido que, por favor, intente ponerse en contacto conmigo, lanzando una botella al infinito o excavando en las calles hasta encontrar esa bruma, esa nada de los sueños oscuros, y me diga cómo se duerme porque, a mí, se me olvidó.
Ahora, tiraré esta botella al vacío.

lunes, 1 de septiembre de 2008

-Cacahuete bis-

Me mareo en la cama por el peso de la sábana. Un largo pasillo con cielo estrellado por techo y cuadros de tristes payasos derritiéndose colgado en las paredes. Al final, una mesilla de mediahora con tres patas de gato (cola incluida) con una nota:

“Pistola de elefante reza la canción y Turú hace al ser disparada asemejando a una trompeta.”

Cacahuete bis…Esa palabra… Cacahuete bis… Se repite tras la deliciosa desaparición de razón. Cualquiera no lo entendería y mientras, nadie se rascaba el ombligo pero, con este montón de cacharros sinsentido y palabras obtusas no hay espacio donde acaben ni cabeza en la que quepan.

Abro la chimenea porque hay corriente y entro al parque por el desagüe. Cacahuete bis. Bis igual a redoble. Redoble de cacahuete. Como cuando te fusilan. Redoble y Turú. Es una extraña sensación la de ser fusilado.
Paseo un rato y una excavadora devora a un niño. Sigo paseando. Para que luego digan que estar colgado es un peligro. Al menos yo hago algo en vez de estar colgado en esa percha del armario empotrado junto a esa camisa hawaiana tan horrible… Cacahuete bis… Redoble de cacahuete… Cacahuete bis… Redoble… bis…cacahuete… Turú. Y muerte por pistola de elefante