domingo, 7 de septiembre de 2008

África, a la de seis


La pistola tenía seis balas, ni una más ni una menos. Como cuando me levantaba a las seis de la mañana y llegaba a la cocina en seis pasos y me comía seis galletas, ni una más ni una menos, de un paquete de dieciocho. Tres veces seis. Seis. El número perfecto, el número armónico. El número del orden.
Y ese dolor otra vez…
¿Por qué?
Ese dolor palpitante que me prohíbe caer en el agujero negro de los sueños y me lleva una y otra vez…
¿Por qué?
Una y otra vez a aquella noche, a la lluvia, a sus labios que susurraban…
¿Por qué?
Susurraban dos palabras en el silencio incómodo de la noche, entre los truenos y rayos, dos palabras: ¿Por qué?
Conocí a África en un bar al azar entre otros tantos bares, en una barra igual que otras, una cerveza como otra cualquiera. En una ciudad nueva y clónica como todas las demás. Solo ella la hacía única. Ella. Y nadie más. Ella llenaba de negro y rojo las noches de tormenta, que en aquella ciudad eran todas. Tormentas de verano, de invierno, huracanes, ventiscas. Pero lluvia. Siempre lluvia y humedad y los mismos bares, la misma gente, la misma voz. Pero África. África y sus ojos profundos, su mirada mística. África y sus cabellos de azabache. África y sus labios de rojo de pasión. África salvaje. África indómita.
¿Por qué?
África tenía seis letras, como el nombre del bar, La Tira, o esas malditas dos palabras: “Por” y “qué”. 3 + 3. Seis. Ni una más ni una menos.
África tenía seis razones para acabar con todo: 1. Las cláusulas de un contrato mileurista le cortaban las alas de raíz. 2. En su piso casi no entraba luz. Era un primero y no tenía sitio desde el que mirar a las estrellas. Solo a los demás edificios grises. Una vida sin estrellas no merece la pena, repetía. 3. Le quería. 4. La engañaba. 5. Lo sabía. 6. Ella quería odiarle pero no podía.
África me había pedido seis veces que lo hiciera. Ni una más ni una menos.
Si hubiera sido una más, me lo hubiera tomado a rutina. Si hubiera sido una menos, a decisión poco acertada del momento. Pero fueron seis. Y de la misma forma que siete galletas por la mañana hubieran sido demasiadas y cinco demasiado pocas, tuve que hacerla caso. Tuve que apretar el gatillo.
Yo le había dicho que la quería. Seis veces. Que la amaba. Otras seis. Pero ella sonreía y me acariciaba, triste, la mejilla. Sus ojos estaban, entonces, lejos. Como su alma, como su corazón.
Por eso, una tarde de Junio, a las seis de la tarde, revisé las seis balas y me guardé la pistola.
Paseamos hasta el parque, me miró, la miré. Empezó a llover. La besé. África, a la de seis. Disparé el arma directa a su corazón ausente y de sus labios, rojos de sangre ahora, rojos de muerte, salieron seis cuchillas que se clavan en mi cabeza todas las noches. Seis letras.
¿Por qué? Oh Dios, África, cómo puedes haber sido tan cruel de preguntarme encima por qué.

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