miércoles, 17 de septiembre de 2008

In Trastévere

Es el pintor de la piazza Navona. Ese chico anónimo, ese maestro del lápiz, aprendiz de la vida por viajes de mochila y café. En su mano tiene un don y en su mirada… en su mirada un bloc en blanco y un sueño: el dibujo perfecto, el rincón idílico de esquinas imposibles con hiedras cayendo por descascarilladas fachadas anaranjadas.

Sentado al pie de una fuente con estatuas barrocas que admiran su obra, él conduce su atenta mirada a esa callejuela encantadora y ve algo más. Son las notas que escapan de la melodía de un acordeón blanca, blanca y en la prejubilación, amarillenta. Tras ella, una mujer cincuentona vestida de negro le sonríe y le invita a gozar de una música encantada. Encantada porque es esa música, ese sonido avejentado y melodioso con sabor a poema el que le invita a dibujarla, su musa, la callejuela imposible. Poco a poco se adentra en ella. A la izquierda, una vespa verde oliva se deja caer sin mucha gracia sobre una farola que un día iluminó la Pizzería del maestro Don Giovanni. Al otro lado, una niña que mira pasmada a la acordeonista, deja que medio gelato de chocolate puro se deslice sobre sus inocentes manos de algodón y sin retirar la mirada del instrumento hipnotizador lame con pasión su preciado postre. Pero el joven pintor busca algo más y persigue por la callejuela ese poema con sabor a capuccino. Teclas, botones, café, leche y chocolate; un gelato y una melodía, una mujer encantadora de niñas, artistas y rincones.

Persigue las notas que trepan por la hiedra de la fachada desgastada. Está llegando, ya casi lo tiene. En el bloc en blanco ya hay ventanas de madera semi abiertas con rejillas por donde la música se cuela y vuelve a salir. La dulce canción parece alcanzar un punto álgido. La mano del pintor corre desesperada por huecos en blanco, por un amasijo de hojas de enredaderas y de ahí sigué adelante, avanti, siempre avanti en una callejuela del Trastévere. Está cerca del final de la calle, perdido entre rincones de generosa inspiración, pero no absoluta, porque eso aún está por llegar. Y llega, casi al final de la melodía, con el fuelle del acordeón apunto de alcanzar su máxima abertura, allí está. De nuevo ella. Entre sábanas de blanco impoluto reluciendo bajo el Sol de la ciudad eterna. Una mujer que envuelve sus cabellos en paneles de tela blancos, eternos, que cuelgan de un lado al otro de la laberíntica callejuela. Bella ragazza con enormes gafas de Sol cubriéndole gran parte del rostro y una mirada imposible de captar en la blancura de sus ropajes. Una mano, desesperada, armada de un lápiz mordisqueado y sin embargo al borde de la rendición, intenta atraparla en la exasperante blancura de un papel garabateado.

De pronto, la música cesa, las notas se escabullen entre las rejas de las alcantarillas y con una suave ventisca el misterio de unos ojos inexistentes, envuelto en su traje impecable desaparece. Su mirada, oculta bajo sus gafas, es absorbida por un haz de luz y el color sin color de unas sábanas del Trastévere. El color sin color de un papel que, en blanco, deja de ser garabateado en busca del rincón de la perfección, a la espera de nuevo de la inspiración que le dan las notas de una acordeonista encantadora de artistas y niñas que comen gelatos de chocolate.


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