martes, 28 de octubre de 2008

Veinticinco minutos

Veinticinco minutos, ni uno más, para escribir. Para escribirte. Amor. Escribirte.
Suspiro. Veinticuatro, afuera, gris, llueve. La ventana se salpica de brea del asfalto que, bajo el fuego de Dalí, se derrite. De frío se derrite.
Veinte minutos. No he de gastar más tiempo. Lee, atento, todo lo que pueda, todo lo que quiero decirte. Escucha.
La encontré, encontré perdida entre las páginas de un libro la maldita formula escrita en tinta roja.
Se cayeron todos los libros de golpe, sus páginas sueltas volando por la ventana, por el temblor que trajo el paso del tren. Las letras, canicas en el suelo, me hacían resbalar. Ínfimas canicas negras de plomo soltaban polvo gris sobre el parqué mientras yo trataba de atrapar las páginas sueltas, pájaros de papel por mi ventana abierta a las vias del tren..
Y ahí estaba, escondida. Nunca lo hubiéramos dicho, ¿verdad? Tan lejos y tan cerca. Con acariciar los lomos hubiera bastado para sentirla. Incluso ahora que mis dedos se arrugan y encorvan, la siento cerca. No te voy a decir dónde. Nunca. No.
¡Diez! Oigo el suelo crujir bajo su peso. ¡Nueve! No me perdonará, se acerca, huele a todo y a nada. A todo lo que hubo y todo lo que habrá. No me perdonarás.
Porque lo conseguí. Le robé. Le robé al tiempo sus horas, días y años. Encontré la fórmula que escribiste, hace tanto y hace tan poco, medio en serio medio en broma, con mi tinta roja.
-Esto es lo que buscas. Si eres capaz de descifrarla, tendremos todo el tiempo del mundo.
-Todo.
-Todo.
Un beso y la hiciste desaparecer.
Pero la encontré. La encontré y me pudo la codicia. Paré el tiempo y saboreé segundo a segundo para mí sola. Sabía a manzanas ácidas, a verde intenso. Primero fueron días. Luego fueron semanas. Llegué a vivir años sabáticos de un lugar a otro, tocando las aguas quedas del mar Pacífico. Muriendo de amor por el cielo de Bagdad. Riendo sola rodeada de pájaros quietos a medio despegue. Quietud.
Pero el tiempo dormía. Y el tiempo roncaba. Rompía la quietud. El tiempo… apesta. Cinco minutos. Huelo sus cabellos de brea. El tiempo. Desperté al tiempo.
El tiempo clavó sus ojos inyectados en sangre sobre mi rostro y enloqueció.
Desperté. Faltaban veinticinco minutos para las cinco, la hora en la que había conseguido pararlo la primera vez, cuando una repentina sacudida había derramado las letras sobre el suelo.
Ahora faltan dos. Me regaló veinticinco minutos para escribirte. Para pedirte que me perdones, amor, porque robé el tiempo para mí. Ahora todo se escapa, siento su aliento frío sobre mi nuca y me arrugo cada vez más, estoy segura de que sonríe. No quiero mirar atrás. No quiero, abrázame.
Pero es demasiado tarde. Suena, a lo lejos, el tren. El suelo tiembla. Los libros caen. Sonido de bolas de plomo contra el parqué. Las ruedas de metal sobre las vias. La sangre cae sobre mis hombros y mancha el papel, es de color terroso, canela, bronce, oro viejo, sus dientes, de marfil negro. Explosión de papeles en blanco. Cierro los ojos. El tiempo, me desangra el tiempo, amor. Escribirte, amor, por decirte…

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