domingo, 28 de diciembre de 2008

Tres líneas

Su biografía eran tres líneas sobre un mohoso papel de periódico Podría haber sido peor, podrían haber estado en una agenda, o un documento Word, html, pdf, xml o, simple y llanamente, doc. Su biografía eran tres líneas con sabor a plomo. Su biografía…si olías el papel de periódico su biografía olía a café y a humo. ¿O era ese el hábitat del periódico en cuestión? Prefiero pensar que era su recuerdo el que olía a café, a humo de tabaco, a una mesa arrinconada. ¿O a tinta? Sí, también olía a tinta, como no. ¿O a pájaros? ¿Y faroles? ¿Y tejados? Bueno, sin pasarnos, que son tres líneas. Tres roñosas y reducidas líneas.
¿Tres líneas por una ración de bohemia? ¿Tres líneas en honor a la casualidad? ¿Tan solo tres líneas por lo que hizo que se abriesen las puertas y ventanas del mundo para nosotros?
Por el que nos empujó a juntarnos. Por el que nos empujó a soltarnos. A desvariar, a hundirnos, a levantarnos, a estallar de mil formas distintas. A atrevernos. ¿Tres líneas por un cambio? ¿Tres líneas por la inspiración?
Tres líneas sobre un mohoso papel de periódico. En un bar. Afuera llueve, jarrea, caen peces plateados y las vías del tren se oxidan. Tres líneas:

El 2008 concluirá el próximo 31 de Diciembre y con él dejamos tras nosotros un año más de actualidad social y económica. Gracias por haber estado con nosotros este año de momentos felices y grandes cambios.

Tres líneas por el 2008. Trs roñosas líneas. Tres líneas por una pizca de soma en el café. Tres líneas por ser un poco más feliz, levantar la vista y ver esos ojos. Por esa mirada. Qué no te escribiera yo por una más de esas miradas…

Que el año que viene no de por finalizado este blog ni las historias que en él se encuentran. Que los autobuses a Madrid sigan con un precio razonable dentro de unos años y que no nos olvidemos los unos de los otros. Que algún día nos acordemos de este año y sonriamos.

Mis mejores deseos.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Algodón

Enrique se levantó con la cabeza llena de algodón. Suave y blanco algodón. El mundo era blanco. Suave y esponjoso algodón. A white lie, una mentira, blanca, suave, de algodón.
Asomado a la ventana sintió que podía volar, junto a las nubes. Las nubes no eran sino el humo del tren que pasaba bajo su casa volviéndola negra de carbón. Pero aquel día no hubo humo más blanco, humo más algodonado que el del tren de las cuatro y media a Madrid y más blanco que el de las seis cuarenta a Lisboa. Ni qué hablar del de las siete a París. El humo era tan suave como una eau de toilette.
Y así, sumergido en volutas blancas sobre el cielo azul, bajaba a trabajar a la cafetería de la estación. Daba tragos de leche a ratos. La leche blanca cómo el humo que se perdía hacia Lisboa y dejaba tras de sí una fina señorita de Bayona de piel tan pálida cómo el marfil o la cabeza de algodón de Enrique. Llevaban tacones blancos y sombreros a juego. Su piel no cambió de color cuando el camarero derramó un poco de leche sobre su mano. Blanca cómo el algodón. ¿Sería tan suave cómo parecía? El hombre con la mente entre algodones tomó su mano y la besó. Ella le dirigió una sonrisa de carmín rojo y corrió a tomar el trasbordo a Madrid. Tras los ojos de Enrique, el algodón se tiñó de rojo carmín. Rojo, cálido y cremoso carmín. Sensual carmín.
El mundo pasó de ser una mentira piadosa a una espiral apasionada. El atardecer se tiñó de rojo y Enrique, camarero de la estación que nunca subió a un tren, soñó con correr hacia Madrid en busca de otra sonrisa, más carmín. Más pasión. Carmín.
Pero se hizo de noche. Llegó a su piso sobre la vía, se tumbó sobre la cama y todo se tiñó de rojo. Carmín, suspiró. Carmín.
Los trenes no dejaban de pasar bajo la ventan. Terremotos, explosiones de lava. Enrique tomó el algodón que había sobre la mesilla y, pensando en rojo, se puso unos tapones de algodón. Pero el algodón desaparecía casi en cuanto tocaba la oreja y tenía que usar más y más algodón, suave algodón hasta que su mente se llenaba, rebosaba, y los trenes dejaban de oírse.
A la mañana siguiente se despertó, cómo siempre, con la mente llena de algodón. El mundo no era sino a white lie y el humo del tren, esponjosas nubes. Casi blanco papel.

lunes, 8 de diciembre de 2008

-Pipoleto y Mauricio.-

¿Y cómo fue?
Pues él, sentose ahí donde se encuentra el tapiz desgarrado y el otro, como siempre, a su lado.

Pianista y violín.
Violinista y piano.
Pipoleto y Mauricio.
Este fue el último lugar, donde ellos tocaron.

Empezó el piano acallando las voces que inundaban el espumeante ambiente a causa de las pipas y los cigarros y seguidamente empezó un chillido agudo, desbarajustado, que al tiempo que con sus desgarradoras notas prendían los corazones de las fulanas y las consumiciones de los gualdrapas, parecíase también que estuviese tocando un gato en vez de aquel violín de madera áspera y simplona.

La gente callóse, las jarras se parabanse en las mesas y los cigarros en ceniza se convertían en las bocas de los mineros.
Pipoleto balanceabase al son y a la luz de un gran candelabro estilo judío siguiendo cada una de sus curvaturas y dobleces. El violín se deslizaba sobre su hombro como un barco del inmenso mar en una tormenta enojada. Era tal su balanceo y su delicadeza que violín y Pipoleto mezclábanse engullidos por las notas y los humos que al final, diferenciarse no se podía entre quien tocaba, manejaba y acariciaba a quién, y quién se balanceaba sobre quién. Como si violín tuviese cuidado de no dañar el hombro de Pipoleto al acunarlo sobre su madera simplona y áspera.

Mientras, Mauricio y piano hacían lo suyo. Las teclas parecían no acabar y a cada una que tocaba otra más añadiase a la cadena y así, estas iban cogiendo forma y rodeaban el antro: Entre las patas de las mesas, entre las enaguas de las mujeres, entre los bigotes llenos de espuma de cerveza de los hombres borrachos de trabajar. Y seguían moviéndose, esquivando, desvaneciéndose como una gigantesca serpiente de marfil y negro.

Seguían un rato así, hasta que del flequillo de Pipoleto caía una gota de sudor sobre violín y entonces el sonido al chocar contra la áspera y simplona madera despertaba a Pipoleto de su ensoñación de bailes con candelabros judíos y luces y sombras y chasqueando la lengua, empezaban in crescendo.
El arco empezaba con sonidos bajos, burdos y picarescos y al tiempo que el tono aumentabase su complicidad y dificultad para con el resto, parecía que el brazo de Pipoleto y el arco con el que tocaba con gran maestría multiplicabase y cuando no cabían más en un mismo violín saltaban y se abalanzaban al vacío pero, en el momento clave de chocar contra el suelo los recogía otro violín formado por la multitud de notas, por las ansias del público por no parar hasta que sus tímpanos dijesen hasta aquí hemos llegado y explotasen.
Y por el humo, el frío y al mismo tiempo, el calor que el antro impregnaban.

Así, en cuestión de segundos un ejército de violines seguían los ágiles movimientos de Pipoleto al violín y Mauricio al piano. Pipoleto juguetaba velozmente con los sonidos y su violín formulaba preguntas que al unísono su sequito de violines imaginarios respondían en un estruendoso afán por seguir el ritmo que Mauricio y su serpiente bicolor les proponían. Aumentaba la velocidad, los sonidos, los violines, las teclas de marfil y negro, los latidos… hasta que llegaba un momento en que el ejército se sublevaba, Mauricio ni siquiera tocaba las teclas, su serpiente se consumía lentamente y Pipoleto seguía ya no con sensuales caricias y dulces movimientos sino con brutales segadas con el arco sobre las cuerdas del violín que humo sacaban como los cigarros y parecía que fuera a partirlo por la mitad.

Finalizaba con dos últimos movimientos. Brutales, rápidos y contundentes que por la entrega y afán de espíritu, que acababan y volvían a encerrar al conjunto de violines que en cada actuación querían separarse de alma y ser tan solo cuerpo, Pipoleto en esa milésima de segundo después de encerrar a sus criaturas miraba al cielo con la cara chorreante de sudor y su cuerpo se desplomaba sobre la silla que detrás suyo siempre tenía para ocasiones en las que la fatiga de su espíritu no pudiese ser aguantada por su escuálido cuerpo.