domingo, 14 de diciembre de 2008

Algodón

Enrique se levantó con la cabeza llena de algodón. Suave y blanco algodón. El mundo era blanco. Suave y esponjoso algodón. A white lie, una mentira, blanca, suave, de algodón.
Asomado a la ventana sintió que podía volar, junto a las nubes. Las nubes no eran sino el humo del tren que pasaba bajo su casa volviéndola negra de carbón. Pero aquel día no hubo humo más blanco, humo más algodonado que el del tren de las cuatro y media a Madrid y más blanco que el de las seis cuarenta a Lisboa. Ni qué hablar del de las siete a París. El humo era tan suave como una eau de toilette.
Y así, sumergido en volutas blancas sobre el cielo azul, bajaba a trabajar a la cafetería de la estación. Daba tragos de leche a ratos. La leche blanca cómo el humo que se perdía hacia Lisboa y dejaba tras de sí una fina señorita de Bayona de piel tan pálida cómo el marfil o la cabeza de algodón de Enrique. Llevaban tacones blancos y sombreros a juego. Su piel no cambió de color cuando el camarero derramó un poco de leche sobre su mano. Blanca cómo el algodón. ¿Sería tan suave cómo parecía? El hombre con la mente entre algodones tomó su mano y la besó. Ella le dirigió una sonrisa de carmín rojo y corrió a tomar el trasbordo a Madrid. Tras los ojos de Enrique, el algodón se tiñó de rojo carmín. Rojo, cálido y cremoso carmín. Sensual carmín.
El mundo pasó de ser una mentira piadosa a una espiral apasionada. El atardecer se tiñó de rojo y Enrique, camarero de la estación que nunca subió a un tren, soñó con correr hacia Madrid en busca de otra sonrisa, más carmín. Más pasión. Carmín.
Pero se hizo de noche. Llegó a su piso sobre la vía, se tumbó sobre la cama y todo se tiñó de rojo. Carmín, suspiró. Carmín.
Los trenes no dejaban de pasar bajo la ventan. Terremotos, explosiones de lava. Enrique tomó el algodón que había sobre la mesilla y, pensando en rojo, se puso unos tapones de algodón. Pero el algodón desaparecía casi en cuanto tocaba la oreja y tenía que usar más y más algodón, suave algodón hasta que su mente se llenaba, rebosaba, y los trenes dejaban de oírse.
A la mañana siguiente se despertó, cómo siempre, con la mente llena de algodón. El mundo no era sino a white lie y el humo del tren, esponjosas nubes. Casi blanco papel.

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