lunes, 8 de diciembre de 2008

-Pipoleto y Mauricio.-

¿Y cómo fue?
Pues él, sentose ahí donde se encuentra el tapiz desgarrado y el otro, como siempre, a su lado.

Pianista y violín.
Violinista y piano.
Pipoleto y Mauricio.
Este fue el último lugar, donde ellos tocaron.

Empezó el piano acallando las voces que inundaban el espumeante ambiente a causa de las pipas y los cigarros y seguidamente empezó un chillido agudo, desbarajustado, que al tiempo que con sus desgarradoras notas prendían los corazones de las fulanas y las consumiciones de los gualdrapas, parecíase también que estuviese tocando un gato en vez de aquel violín de madera áspera y simplona.

La gente callóse, las jarras se parabanse en las mesas y los cigarros en ceniza se convertían en las bocas de los mineros.
Pipoleto balanceabase al son y a la luz de un gran candelabro estilo judío siguiendo cada una de sus curvaturas y dobleces. El violín se deslizaba sobre su hombro como un barco del inmenso mar en una tormenta enojada. Era tal su balanceo y su delicadeza que violín y Pipoleto mezclábanse engullidos por las notas y los humos que al final, diferenciarse no se podía entre quien tocaba, manejaba y acariciaba a quién, y quién se balanceaba sobre quién. Como si violín tuviese cuidado de no dañar el hombro de Pipoleto al acunarlo sobre su madera simplona y áspera.

Mientras, Mauricio y piano hacían lo suyo. Las teclas parecían no acabar y a cada una que tocaba otra más añadiase a la cadena y así, estas iban cogiendo forma y rodeaban el antro: Entre las patas de las mesas, entre las enaguas de las mujeres, entre los bigotes llenos de espuma de cerveza de los hombres borrachos de trabajar. Y seguían moviéndose, esquivando, desvaneciéndose como una gigantesca serpiente de marfil y negro.

Seguían un rato así, hasta que del flequillo de Pipoleto caía una gota de sudor sobre violín y entonces el sonido al chocar contra la áspera y simplona madera despertaba a Pipoleto de su ensoñación de bailes con candelabros judíos y luces y sombras y chasqueando la lengua, empezaban in crescendo.
El arco empezaba con sonidos bajos, burdos y picarescos y al tiempo que el tono aumentabase su complicidad y dificultad para con el resto, parecía que el brazo de Pipoleto y el arco con el que tocaba con gran maestría multiplicabase y cuando no cabían más en un mismo violín saltaban y se abalanzaban al vacío pero, en el momento clave de chocar contra el suelo los recogía otro violín formado por la multitud de notas, por las ansias del público por no parar hasta que sus tímpanos dijesen hasta aquí hemos llegado y explotasen.
Y por el humo, el frío y al mismo tiempo, el calor que el antro impregnaban.

Así, en cuestión de segundos un ejército de violines seguían los ágiles movimientos de Pipoleto al violín y Mauricio al piano. Pipoleto juguetaba velozmente con los sonidos y su violín formulaba preguntas que al unísono su sequito de violines imaginarios respondían en un estruendoso afán por seguir el ritmo que Mauricio y su serpiente bicolor les proponían. Aumentaba la velocidad, los sonidos, los violines, las teclas de marfil y negro, los latidos… hasta que llegaba un momento en que el ejército se sublevaba, Mauricio ni siquiera tocaba las teclas, su serpiente se consumía lentamente y Pipoleto seguía ya no con sensuales caricias y dulces movimientos sino con brutales segadas con el arco sobre las cuerdas del violín que humo sacaban como los cigarros y parecía que fuera a partirlo por la mitad.

Finalizaba con dos últimos movimientos. Brutales, rápidos y contundentes que por la entrega y afán de espíritu, que acababan y volvían a encerrar al conjunto de violines que en cada actuación querían separarse de alma y ser tan solo cuerpo, Pipoleto en esa milésima de segundo después de encerrar a sus criaturas miraba al cielo con la cara chorreante de sudor y su cuerpo se desplomaba sobre la silla que detrás suyo siempre tenía para ocasiones en las que la fatiga de su espíritu no pudiese ser aguantada por su escuálido cuerpo.

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