martes, 7 de julio de 2009

CALCETINES

Diego tenía dos opciones y una decisión que tomar. Los zapatos los llevaba en la mano y los calcetines, rotos, en los pies. Debía decidir si quitarse también los calcetines y abandonarlos junto a los zapatos o simplemente quedarse con sus agujeros y decir que el calzado se le había perdido.

En un día en blanco y negro de frío azul no había lugar a dudas, tendrían que ser los zapatos, ya vería después qué hacer con los agujeros de los calcetines. Buscó un cigarrillo a medio empezar entre los cadáveres que descansaban en paz en el jardín y pensó que no sabía coser, enorme problema en un día de frío azul ¡y sin zapatos! Bueno, eso era lo de menos, los zapatos debían de permanecer lejos de sus pies, eso ya estaba decidido. Olisqueó el pitillo y se sentó en el banco. Claro que no tenía nada que ponerse en los pies, pero… cordones. No soportaba las cuerdas, lo atemorizaban, tener que atarse a sí mismo cada día… era demasiado, algo con lo que no tenía por qué vivir. “Zapatos sin cordones” pensó, claro que de todas maneras no dejaban de ser una carcasa con la que apresar sus pies. No, no era justo tener que vivir montado en unos zapatos, no podría sentir la tierra bajo sus pies, pisar continuamente la misma suela… imposible, inimaginable.

Dejó el cigarro donde lo había encontrado, era tarde ya, había empezado a refrescar y tendría que buscar algún sitio donde dormir. Abandonó los zapatos sobre el banco y empezó a caminar hacia el río en busca de algún puente acogedor, canturreando el canon de Pachabel. Mientras en su cabeza se debatía entre coser los agujeros de los calcetines o tirarlos al río una mujer de cara aterciopelada se le quedó mirando sorprendida. Lo que nunca sabremos es si aquella señora lo observaba porque Diego estaba destrozando la melodía del canon o porque jamás había visto antes a nadie pasearse desnudo y en calcetines a orillas del río durante la madrugada de un cinco de Diciembre.

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