sábado, 25 de julio de 2009

Guillermo Bruma

La habitación de Guillermo Bruma eran tres metros cuadrados de remiendos y un maletín de cuero con las iniciales W.S. El maletín era su lugar más querido, donde podía dormir por las noches acurrucado, donde se sentía siempre en casa.

La vida de Guillermo Bruma era un juego de muñecas rusas: un recuerdo dentro de otro dentro de un momento dentro de un disparo de luz y ruido en mitad de la noche o bajo la cama de Casandra. Guardaba todos los recuerdos dentro de la más grande de las muñecas, la más adornada: una identidad.

La identidad de Guillermo Bruma era tan gris como anodina y hacía de escudo protector a una vida de anodinos colores cercanos al gris. Pero distinta. Guardaba su vida de colores apagados bien camuflada bajo otra de matices grises. Los frágiles destellos de color eran su mayor tesoro, porque eran diferentes. Diferentes a la realidad.

La realidad de Guillermo Bruma era el Londres más gris de todos, en el que se prohibía pasear solo por decreto, en el que se denegaba socialmente el derecho a lo inútil, a mirar durante horas a un cuadro de figuras sensuales y se promovían los cócteles frente a obras de arte descafeinadas y desprovistas, arrebatadas de todo sentido en dos líneas paralelas de colores. Era el Londres del comienzo del siglo XXI.

El pasado de Guillermo Bruma estaba guardado en su maletín. A las preguntas de la gente el respondía que en él guardaba momentos.

El presente de Guillermo Bruma era un cuadro de secretismo, su primera muñeca rusa, una trama de callejones sin salida. Sus conocidos murmuraban no haber visto nunca a sus amigos y los amigos se extrañaban de que ocultase quien era su familia.

La noche que desapareció Guillermo Bruma fue una en la que forzaron la puerta de sus tres metros cuadrados de remiendos mientras él no estaba, tomaron el maletín y lo abrieron a la fuerza. De él salieron disparadas mil fotografías en papel, reveladas, cómo antes, en las que la imperfección de la pérdida de color y los seres en movimiento se asomaban por doquier. Pero era otra realidad, y si le hubiéramos preguntado a Guillermo Bruma, seguro que hubiera dicho que una mejor.

En lo que debieron haberse fijado para encontrar a Guillermo Bruma sería en una foto desteñida de un parque enfermo de invierno pero aun en otoño. En el banco podrían haberle visto, descansando, durmiendo. Pero ya nadie se fijaba en las fotos desgastadas, en el pasado del señor Bruma, en esas fotos en las que quedaban atrapados colores. Apagados. Serios. Pero colores.

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