jueves, 17 de diciembre de 2009

JUANA

Conocí a Juana una mañana de domingo, a esa hora en la que una se ve obligada a desayunar a pesar de todo lo que haya podido acaecer la noche anterior. Con telones de legañas verdosas en los ojos me fue bastante complicado distinguirla entre tanta blancura matinal, pero en cuanto la vi, a pesar de mi dolor de cabeza residual, no tardé en adivinar qué es lo que había ocurrido.

Abandoné la cucharilla sobre la encimera y mientras observaba absorta su cadáver me dispuse a hilar la secuencia de acontecimientos que habían concluido en semejante final trágico.
Juana, como cada día, habría abandonado su hogar para cazar algo que llevarse a la boca, igual que yo, pero sin dolor de cabeza. De camino por la encimera, probablemente habría decidido aventurarse a lo alto del armario a ver qué podía encontrar por allí. Al fin y al cabo la encimera a primera hora de la mañana raramente conserva migajas del pan de la cena. Seguramente decidiría escalar y adentrarse en el armario donde para sorpresa suya le esperaba un enorme monumento a la fortuna. Un cúmulo de cúbicos icebergs blancos y brillantes. Dulces cristales diminutos que para ella eran algo casi comparable a un universo de estrellas deliciosas esperando que, una a una, ella las seleccionase, para después almacenarlas en un mausoleo escondido, lejos del armario, en el fondo de su casa, donde podría contemplarlo y disfrutarlo siempre que quisiera. Tras gozar y jugar con la idea de lo que podría hacer con aquel material precioso Juana pasaría a la acción. No me cabe duda que segura de que su plan no podría fallar escaló hasta lo más alto de su tesoro y allí arriba contempló la montaña de sueños que ahora reinaba. Pero Juana no contó con la fuerza de la codicia ni el poder persuasivo de la tentación y probó aquel manjar de dioses antes de comenzar la ardua tarea de trasladarlo trabajosamente hasta un lugar seguro. Pudo sentir la luminosidad de aquellas deliciosas piedrecitas blancas en sus papilas gustativas una vez y dos y tres... Antes de rendirse ante un cuarto deleite del paladar, pensaría que aquello era demasiado valioso como para perder el tiempo disfrutándolo momentáneamente cuando sin duda podía hacerse con todo. Pero también se le ocurriría que allí mismo, podría ser suyo en su totalidad y descartaría la idea de llevárselo a casa, como había planeado en un primer momento. Así pues, no me cabe la menor duda que siguió saboreando su monumento al placer culinario, cada vez más apasionadamente, cada vez más fuera de control. Sin duda se olvidó por completo de su intención inicial y continuó lamiendo pedacitos de cielo, porciones de dulce fantasía en segundos robados a la lujuria.

Y casi podría asegurar que la muerte la sorprendió en el momento de éxtasis mayor, cuando ahogada en medio de un sinfín de granos de arena blanca aquella hormiga dejó una diminuta mancha negra en mi azucarero.

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