domingo, 28 de marzo de 2010

Eguzkiloreen printza

Iritsi da denbora
bere momentuekin

Jaitsi da isiltasuna
kotoizko toboganetik

Heldu da
oharkabeko minutu itsuen fantasiaren itzala

Hortxe da
galdutako eguzkiloreen printza urdina,
hodeirik gabeko zeru hutsean izkutaturik
eta
izarren kriskilinaren doinuaz,
arimaren zerrailetik irristatuz doa

Zuregana

Beldurti

Zuregana

Txori librearen hegoen lumak laztanduz

Zuregana

Beti
betitasunaren errege, betitasunik existitzen bada

Zuregana

eguzkiloreen printza urdinekin

viernes, 12 de marzo de 2010

Petit Marlbrough

El 14 de Enero del 1958, murió Haumphrey Boggart. No es que tuviera excesiva relevancia ni que el mundo fuera a explotar como una carga de TNT junto a la chimenea. A ella, simplemente, le gustaba recordar de vez en cuando su media sonrisa y pensar que los inmortales no lo son tanto y que los mortales pueden aspirar a serlo.

La vigésima vez que recuerda la muerte de Boggart Sybilla está sentada en su tea shop favorita en los suburbs de Wichitah, el hoy desaparecido York Town. Esta primera vez que oímos hablar de Sybilla nos seduce la idea de una mujer acomodada, sencilla, que piensa en Haumphrey Boggart con un trozo de tarta en la mano. Pero, desgraciadamente, Sybilla no toma tarta, solo café cargado y no mata las horas arreglándose banales sombreros sobre el pelo enlacado. Siento tener que arrebatar al lector la idea de una mujer de tea shop y entregarles a la verdadera Sybilla, cuyas mejillas se hunden entre su flequillo de lana sepia, grisácea, mientras se acerca a la boca la taza de café. El olor juega travieso con el vello de su nariz (grande, estrecha, hermosa, altiva un monumento a la personalidad estética) para dar un disparo certero al cerebro, que se vuelve loco en descargas.

Esta mañana de Martes, a las siete de la mañana, Sybilla piensa en Haumphrey Boggart y nota como un cosquilleo baja por su espalda hacia el nacimiento de sus muslos. Siente como se le pegan las medias azules a las piernas en un arranque de calor y cierra los ojos. Suspira.

Sybilla olvida por un instante a Boggart y el aroma del café para fijarse en la primera plana del periódico. Nada interesante. Si los periódicos editasen cosas interesantes, hablarían a diario del Petit Marlbrough, el pequeño escenario de Madame Saint Cailluoux en the old town, en Douglas Avenue. Mejor dicho, al lado de Douglas Avenue. Aun mejor, en un callejón extensión de Douglas Avenue.

Ya absorta en el Petit Marlbrough, cerró los ojos una vez más, ya no para recibir descargas entre las piernas desde su cerebro ebrio de miradas made in Boggart, sino para situarse en el centro del escenario. En silencio. Se sienta, está desnuda, pero bañada en negro. Entonces comienza la música.

“¿Más café, querida?”Sybilla abre los ojos grises a través de las gafas y sonríe. “No, Martha, cariño, está perfecto. ¿Qué tal Louise? ¿Ha escrito ya?” “Si a esto se le puede llamar escribir…”

Martha es una figura encorvada antes de tiempo, una venganza del tiempo a la genialidad. Se escurre, porque Martha no anda, se escurre, escabulle, desaparece hacia la trastienda de su tea shop y vuelve con un sobre de franqueo trasatlántico, con esas líneas rojas y azules que hacen murmurar a las vecinas. ¿O era su sujetador de líneas rojas y azules lo que hacía encenderse las mejillas de Miss Dott? Sybilla piensa que basta de café, mira a la taza y recuerda que lo que en realidad escandalizó a Mr Dott fue que saliera a recoger el correo en sujetador y con calzoncillos de hombre.

“No tiene remitente” Martha se ha sentado a su lado, aun no hay muchos clientes. “Pero sé que es ella” La letra es inconfundible, añade Sybilla, mierda.

“Querido antes, infancia, pasada, vida,

Ayer morí.

Visité la ciudad de las grandes avenidas y la de las grandes torres.

Averigüé que Le petit Marlbrough es una canción Francesa y decidí que no me iba a la guerra con ella.

Noté manos en mi nuca, empujones en mi pecho, una mirada a mis espaldas.

Sentí que el mundo lo sabía. Sentía que la vida se escapaba por mi mirada y quería ser mundo y saberlo todo.

Ayer morí.

El fénix renace de sus cenizas.

Le di mi vida a Noelia

La expulsé de mi corazón y se la pasé a sus pulmones de hada.

¡Cuida de mi hada, ziatka!

Yo soy un alma en pena.

No como, no vivo, vivan las rosas en el Sena, los tulipanes en el Támesis.

¡Cuida de Noelia, Ziatka, y enséñale a volar!

Te amo como los peces aman el agua, Martha.

Pídele perdón a Marlbrough porque no iré a su guerra.

Louise

Sybilla se quita el pelo de lana de delante de los ojos. Mierda.

“¿Sabes tu quien es Ziatka?” “Yo soy Ziatka, Martha” Yo soy el pájaro. Sybilla cae en un torrente de recuerdos y se acuerda de cómo Loise, con lágrimas en los ojos, disparaba una bala de tinta roja sobre el pájaro negro que bailaba desnudo sobre el escenario. Y la música, el xilófono, el disparo, un Gong. Y cae la tierra, cae el equilibrio, muere la felicidad porque matamos la libertad, llora Marlbrough en los vestuarios. Hay que hacer la guerra. ¿Y, cómo? La cara del indio, porque Marlbrough es ya hombre, un hombre de unos veinte años con sangre Lakota, la cara del indio es una sonrisa de Haumphrey Boggart. Nos acerca a una revolución. Y Louise llora por haber matado a Ziatka, el pájaro, la libertad. ¿Noelia?

“Martha, Noelia…” “Noelia es su hija. Pensé que volvería para dar a luz…” Martha trata de no llorar, sus articulaciones son nudos de árboles. Al fin, mira a Sybilla.”No va a volver…”

Las dos mujeres estrenan la mañana del sábado cogidas de la mano. Sybilla, en cierto modo, podría imaginar el futuro. Adivina la aparición de Noelia en los brazos de una desconocida turista Europea que cree estar haciendo un favor a una pobre heroinómana, la pena de Marlbrough…Pero ella seguirá bailando desnuda, pintada de negro, sobre el pequeño escenario de la madrastra de Malbrough. Cuando la niña tenga cierta edad se montarán en un autobús y volarán a Nueva York, porque no se puede aprender a volar en Wichita. En el viaje en autobús le contará a Noelia que, si lo intentan pueden ser inmortales, y no como Haumphrey Boggart, que murió en el cincuenta y ocho, sino de verdad.

La sonrisa de Bogart


Era particularmente singular.
Tenía los ojos orientados hacia su yo más profundo, pero sus pestañas, sin embargo, apuntaban desafiantes al mundo que la rodeaba.
Los cordones de sus zapatos siempre fueron gris azulados por mucho que Bogart insistiera en que eran azul grisáceos y ataban con delicadeza un par de calcetines donde a diario guardaba los pedacitos de su singular particularidad.

Bogart era el único que sabía su secreto. Porque Bogart veía cómo cada noche ella desataba los cordones y del dobladillo de sus calcetines sacaba pedacitos de papel que colocaba ordenadamente en su mesilla de noche.

Sufría de insomnio. De falta de sueño. De insuficiencia de sueños. Y tras varios tratamientos fallidos ella misma encontró el modo de conciliar o más bien reconciliarse con Morfeo.

Bogart la entendía. Comprendía por qué era incapaz de construir una realidad distinta y distante cuando caía el Sol. Bogart sabía que mientras que a él, papel en blanco y negro pegado a la pared, recuerdo de cigarro y sombrero de un clásico estancado en el tiempo siempre le quedaría París a ella siempre le quedaría St Martin sur rive.
En los pedacitos de papel rescataba las farolas de St Martin, sus adoquines desordenados, sus zumos de plátano y fresa y verano, las golondrinas azules… Los rescataba en personas y antros del enjambre de edificios en el que sobrevivía, los colocaba en la mesilla y soñaba.

Bogart entonces la obervaba, rendida, convertida en un póster en blanco y negro revelado por la melancolía del recuerdo perdido en ensoñaciones. Era un póster en blanco negro postrado en una cama.

Ella era particularmente singular.
Ella era la sonrisa de Bogart.

Cuenteando

Cuenteando ando contando que ayer un libro se abrió de par en par en mi ventana.
Cantando ando cuenteando que me saludó cuando llegué a casa y me contó un cuento cantando.
Cantando me cuenteó que un día un libro se asomó a mi cuento abierto de par en par en mi ventana.
Porque había una vez un cuento que cuenteando cantaba.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El fin del mundo


Caminas hasta el fin del mundo.
Y allí te asomas.
Y no puedes evitar pensar
qué habrá más lejos.
Y puedes ver a la poesía
llamándote desde el horizonte
porque para ella en realidad
nunca han existido los límites
y siempre está por delante
persiguiendo tus mismas aspiraciones.

lunes, 8 de marzo de 2010

-La ilusión de llamarse Hermógenes García.-

Lacra y desdicha deseo
Acusante con el dedo.

Insto desde aquí al lector,
Lejos de parecer malhechor,
Urda mala desgracia
Sobre aquellos que un día
Ilusos y ciegos
Optaron sin remordimiento
Nombrar así a su bastardo.

Desde pequeño de mí se reían
Esperé que eso acabaría.

Lejos de parecer malparido
Lentamente descuento los años
Antes o después cumpla
Madurez legal, y así
Ante juez de buena peluca
Remedio justo obtenga,
Sin mucha polémica espero,
En cuanto a cambiar mi osamenta.

Hermógenes es mi cruz
Espero ustedes no se rían.
Respeto su actitud, aunque
Mofa de mi desgracia sea.
Ostia y mala puñalada reciban
Gañanes sobre la tierra

En cuanto mi nombre cambie
Ninguna burla escucharé,
Eso pronto acabará.

Sabrán desde entonces felicitarme
Galardonado por tan alto honor.

Antes no era nadie
Recibirme ahora por lo que soy.

Compañeros me despido
Incitándoos a llamarme desde ahora:
Aurora García.

domingo, 7 de marzo de 2010

Alquimia

Me gustaría dexilar
el elixir de la creatividad
y regar con él mis plantas
para que crecieran con poemas escritos en las hojas.
Aunque, probablemente, no podría entender el idioma.

Potencial


Las palabras son como semillas:
individualmente no valen nada
pero cada una encierra el potencial de una historia.
Y cada historia contiene miles de palabras,
autoperpetuándose la literatura.